PARTICIPACIÓN EN EL II ENCUENTRO
MUNDIAL DE LOS MOVIMIENTOS POPULARES DISCURSO DEL SANTO PADRE
Expo Feria, Santa Cruz de la Sierra
(Bolivia)
Jueves 9 de julio de 2015
Jueves 9 de julio de 2015
Hermanas y hermanos, buenas tardes
Hace algunos meses nos reunimos en Roma y tengo
presente ese primer encuentro
nuestro. Durante
este tiempo los he llevado en mi corazón y en mis oraciones. Y me alegra verlos
de nuevo aquí, debatiendo los mejores caminos para superar las graves
situaciones de injusticia que sufren los excluidos en todo el mundo. Gracias,
Señor Presidente Evo Morales, por acompañar tan decididamente este Encuentro.
Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo:
fraternidad, garra, entrega, sed de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra,
vuelvo a sentir lo mismo. Gracias por eso. También he sabido por medio del
Pontificio Consejo Justicia y Paz, que preside el Cardenal Turkson, que son
muchos en la Iglesia los que se sienten más cercanos a los movimientos
populares. Me alegra tanto ver la Iglesia con las puertas abiertas a todos
ustedes, que se involucre, acompañe y logre sistematizar en cada diócesis, en
cada Comisión de Justicia y Paz, una colaboración real, permanente y
comprometida con los movimientos populares. Los invito a todos, Obispos,
sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones sociales de las periferias
urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro.
Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia
nos recuerda que Dios escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también
volver a unir mi voz a la de ustedes: las famosas “tres T”: tierra, techo y
trabajo, para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son
derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por ellos. Que el clamor
de los excluidos se escuche en América Latina y en toda la tierra.
1. Primero de todo, empecemos reconociendo que
necesitamos un cambio. Quiero aclarar, para que no haya malos entendidos,
que hablo de los problemas comunes de todos los latinoamericanos y, en general,
también de toda la humanidad. Problemas que tienen una matriz global y que hoy
ningún Estado puede resolver por sí mismo. Hecha esta aclaración, propongo que
nos hagamos estas preguntas:
— ¿Reconocemos, en serio, que las cosas no andan
bien en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin
techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su
dignidad?
— ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando
estallan tantas guerras sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta
de nuestros barrios? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo,
el agua, el aire y todos los seres de la creación están bajo permanente
amenaza?
Entonces, si reconocemos esto, digámoslo sin miedo:
necesitamos y queremos un cambio.
Ustedes –en sus cartas y en nuestros encuentros– me
han relatado las múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada
actividad laboral, en cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan
diversas como tantas y diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo,
un hilo invisible que une cada una de las exclusiones. No están aisladas, están
unidas por un hilo invisible. ¿Podemos reconocerlo? Porque no se trata de esas
cuestiones aisladas. Me pregunto si somos capaces de reconocer que esas
realidades destructoras responden a un sistema que se ha hecho global.
¿Reconocemos que ese sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a cualquier
costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la naturaleza?
Si esto es así, insisto, digámoslo sin miedo:
queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya
no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores,
no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos… Y tampoco lo
aguanta la Tierra, la hermana madre tierra, como decía san Francisco.
Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros
barrios, en el pago chico, en nuestra realidad más cercana; también un cambio
que toque al mundo entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere
respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la esperanza,
que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir a esta
globalización de la exclusión y de la indiferencia.
Quisiera hoy reflexionar con ustedes sobre el
cambio que queremos y necesitamos. Ustedes saben que escribí recientemente
sobre los problemas del cambio climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un
cambio en otro sentido. Un cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un
cambio –podríamos decir– redentor. Porque lo necesitamos. Sé que ustedes buscan
un cambio y no sólo ustedes: en los distintos encuentros, en los distintos
viajes he comprobado que existe una espera, una fuerte búsqueda, un anhelo de
cambio en todos los pueblos del mundo. Incluso dentro de esa minoría cada vez
más reducida que cree beneficiarse con este sistema, reina la insatisfacción y
especialmente la tristeza. Muchos esperan un cambio que los libere de esa
tristeza individualista que esclaviza.
El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que
se estuviera agotando; no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta
nos ensañamos con nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que desde
hace ya mucho tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez
irreversibles en el ecosistema. Se está castigando a la Tierra, a los pueblos y
a las personas de un modo casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y
destrucción, se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea –uno de los
primeros teólogos de la Iglesia– llamaba “el estiércol del diablo”, la ambición
desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es “el estiércol del diablo”. El
servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se convierte en
ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el
dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al
hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta
pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa
común, la hermana y madre tierra.
No quiero extenderme describiendo los efectos
malignos de esta sutil dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con
señalar las causas estructurales del drama social y ambiental contemporáneo.
Sufrimos cierto exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo
charlatán o a regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra de cada día,
creemos que no hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al
pequeño círculo de la familia y los afectos.
¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora,
pepenador, recicladora frente a tantos problemas si apenas gano para comer?
¿Qué puedo hacer yo artesano, vendedor ambulante, transportista, trabajador
excluido, si ni siquiera tengo derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo,
campesina, indígena, pescador, que apenas puedo resistir el avasallamiento de
las grandes corporaciones? ¿Qué puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi
población, mi rancherío, cuando soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué
puede hacer ese estudiante, ese joven, ese militante, ese misionero que patea
las barriadas y los parajes con el corazón lleno de sueños pero casi sin
ninguna solución para sus problemas? Pueden hacer mucho. Pueden hacer mucho.
Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y
hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran
medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas
creativas, en la búsqueda cotidiana de las “tres T”. ¿De acuerdo? Trabajo,
techo y tierra. Y también, en su participación protagónica en los grandes
procesos de cambio, cambios nacionales, cambios regionales y cambios mundiales.
¡No se achiquen!
2. Segundo. Ustedes son sembradores de cambio.
Aquí en Bolivia he escuchado una frase que me gusta mucho: “proceso de cambio”.
El cambio concebido no como algo que un día llegará porque se impuso tal o cual
opción política o porque se instauró tal o cual estructura social.
Dolorosamente sabemos que un cambio de estructuras que no viene acompañado de
una sincera conversión de las actitudes y del corazón termina a la larga o a la
corta por burocratizarse, corromperse y sucumbir. Hay que cambiar el corazón.
Por eso me gusta tanto la imagen del proceso, los procesos, donde la pasión por
sembrar, por regar serenamente lo que otros verán florecer, remplaza la
ansiedad por ocupar todos los espacios de poder disponibles y ver resultados
inmediatos. La opción es por generar procesos y no por ocupar espacios. Cada
uno de nosotros no es más que parte de un todo complejo y diverso interactuando
en el tiempo: pueblos que luchan por una significación, por un destino, por
vivir con dignidad, por “vivir bien”, dignamente, en ese sentido.
Ustedes, desde los movimientos populares, asumen
las labores de siempre motivados por el amor fraterno que se revela contra la
injusticia social. Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del
campesino amenazado, del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la
familia sin techo, del migrante perseguido, del joven desocupado, del niño
explotado, de la madre que perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue
copado por el narcotráfico, del padre que perdió a su hija porque fue sometida
a la esclavitud; cuando recordamos esos “rostros y esos nombres”, se nos
estremecen las entrañas frente a tanto dolor y nos conmovemos, todos nos
conmovemos… Porque “hemos visto y oído” no la fría estadística sino las heridas
de la humanidad doliente, nuestras heridas, nuestra carne. Eso es muy distinto
a la teorización abstracta o la indignación elegante. Eso nos conmueve, nos
mueve y buscamos al otro para movernos juntos. Esa emoción hecha acción
comunitaria no se comprende únicamente con la razón: tiene un plus de
sentido que sólo los pueblos entienden y que da su mística particular a los
verdaderos movimientos populares.
Ustedes viven cada día empapados en el nudo de la
tormenta humana. Me han hablado de sus causas, me han hecho parte de sus
luchas, ya desde Buenos Aires, y yo se lo agradezco. Ustedes, queridos
hermanos, trabajan muchas veces en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad
injusta que se les impuso y a la que no se resignan, oponiendo una resistencia
activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y mata. Los he visto trabajar
incansablemente por la tierra y la agricultura campesina, por sus territorios y
comunidades, por la dignificación de la economía popular, por la integración
urbana de sus villas y asentamientos, por la autoconstrucción de viviendas y el
desarrollo de infraestructura barrial, y en tantas actividades comunitarias que
tienden a la reafirmación de algo tan elemental e innegablemente necesario como
el derecho a las “tres T”: tierra, techo y trabajo.
Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al
gremio, ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día,
con sus miserias, porque las hay, las tenemos, y sus heroísmos cotidianos, es
lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos
sino a partir del encuentro genuino entre personas. Necesitamos instaurar esta
cultura del encuentro, porque ni los conceptos ni las ideas se aman. Nadie ama
un concepto, nadie ama una idea; se aman las personas. La entrega, la verdadera
entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y
comunidades… rostros, rostros y nombres que llenan el corazón. De esas semillas
de esperanza sembradas pacientemente en las periferias olvidadas del planeta,
de esos brotes de ternura que lucha por subsistir en la oscuridad de la
exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza para
oxigenar este mundo.
Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano,
cuidando los brotes; pero, a la vez, con una perspectiva más amplia,
protegiendo la arboleda. Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la
realidad sectorial que cada uno de ustedes representa y a la que felizmente
está arraigado, sino que también buscan resolver de raíz los problemas
generales de pobreza, desigualdad y exclusión.
Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto
a la reivindicación de sus legítimos derechos, los pueblos y organizaciones
sociales construyan una alternativa humana a la globalización excluyente.
Ustedes son sembradores del cambio. Que Dios les dé coraje, les dé alegría, les
dé perseverancia y pasión para seguir sembrando. Tengan la certeza que tarde o
temprano vamos a ver los frutos. A los dirigentes les pido: sean creativos y
nunca pierdan el arraigo a lo cercano, porque el padre de la mentira sabe
usurpar palabras nobles, promover modas intelectuales y adoptar poses
ideológicas, pero, si ustedes construyen sobre bases sólidas, sobre las
necesidades reales y la experiencia viva de sus hermanos, de los campesinos e
indígenas, de los trabajadores excluidos y las familias marginadas, seguramente
no se van a equivocar.
La Iglesia no puede ni debe estar ajena a este
proceso en el anuncio del Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales
cumplen una enorme tarea acompañando y promoviendo a los excluidos de todo el
mundo, junto a cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo
viviendas, trabajando abnegadamente en los campos de salud, el deporte y la
educación. Estoy convencido que la colaboración respetuosa con los movimientos
populares puede potenciar estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.
Y tengamos siempre en el corazón a la Virgen María,
una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran
imperio, una madre sin techo que supo transformar una cueva de animales en la
casa de Jesús con unos pañales y una montaña de ternura. María es signo de
esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la
justicia. Yo rezo a la Virgen María, tan venerada por el pueblo boliviano para
que permita que este Encuentro nuestro sea fermento de cambio.
3. Tercero. Por último quisiera que pensemos juntos
algunas tareas importantes para este momento histórico, porque queremos
un cambio positivo para el bien de todos nuestros hermanos y hermanas. Eso lo
sabemos. Queremos un cambio que se enriquezca con el trabajo mancomunado de los
gobiernos, los movimientos populares y otras fuerzas sociales. Eso también lo
sabemos. Pero no es tan fácil definir el contenido del cambio –podría decirse–,
el programa social que refleje este proyecto de fraternidad y justicia que
esperamos; no es fácil de definirlo. En ese sentido, no esperen de este Papa
una receta. Ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación
de la realidad social ni la propuesta de soluciones a problemas contemporáneos.
Me atrevería a decir que no existe una receta. La historia la construyen las
generaciones que se suceden en el marco de pueblos que marchan buscando su
propio camino y respetando los valores que Dios puso en el corazón.
Quisiera, sin embargo, proponer tres grandes tareas
que requieren el decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares.
3.1. La primera tarea es poner la economía al
servicio de los pueblos: Los seres humanos y la naturaleza no deben estar
al servicio del dinero. Digamos “NO” a una economía de exclusión e inequidad
donde el dinero reina en lugar de servir. Esa economía mata. Esa economía
excluye. Esa economía destruye la madre tierra.
La economía no debería ser un mecanismo de
acumulación sino la adecuada administración de la casa común. Eso implica
cuidar celosamente la casa y distribuir adecuadamente los bienes entre todos.
Su objeto no es únicamente asegurar la comida o un “decoroso sustento”. Ni
siquiera, aunque ya sería un gran paso, garantizar el acceso a las “tres T” por
las que ustedes luchan. Una economía verdaderamente comunitaria, podría decir,
una economía de inspiración cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad,
«prosperidad sin exceptuar bien alguno» (Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra [15 mayo 1961], 3: AAS 53
[1961], 402). Esta última frase la dijo el Papa Juan XXIII hace cincuenta años.
Jesús dice en el Evangelio que, aquel que le dé espontáneamente un vaso de agua
al que tiene sed, le será tenido en cuenta en el Reino de los cielos. Esto
implica las “tres T”, pero también acceso a la educación, la salud, la innovación,
las manifestaciones artísticas y culturales, la comunicación, el deporte y la
recreación. Una economía justa debe crear las condiciones para que cada persona
pueda gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la
juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y acceder
a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía donde el ser humano,
en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de producción y
distribución para que las capacidades y las necesidades de cada uno encuentren
un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen
este anhelo de una manera simple y bella: “vivir bien”, que no es lo mismo que
“pasarla bien”.
Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino
también es posible. No es una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva
extremadamente realista. Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el
mundo, fruto del trabajo intergeneracional de los pueblos y los dones de la
creación, son más que suficientes para el desarrollo integral de «todos los
hombres y de todo el hombre» (Pablo VI, Enc. Popolorum progressio [26 marzo 1967], 14: AAS
59 [1967], 264). El problema, en cambio, es otro. Existe un sistema con otros
objetivos. Un sistema que además de acelerar irresponsablemente los ritmos de
la producción, además de implementar métodos en la industria y la agricultura
que dañan a la madre tierra en aras de la “productividad”, sigue negándoles a
miles de millones de hermanos los más elementales derechos económicos, sociales
y culturales. Ese sistema atenta contra el proyecto de Jesús, contra la Buena
Noticia que trajo Jesús.
La distribución justa de los frutos de la tierra y
el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral. Para los
cristianos, la carga es aún más fuerte: es un mandamiento. Se trata de
devolverles a los pobres y a los pueblos lo que les pertenece. El destino universal
de los bienes no es un adorno discursivo de la doctrina social de la Iglesia.
Es una realidad anterior a la propiedad privada. La propiedad, muy en especial
cuando afecta los recursos naturales, debe estar siempre en función de las
necesidades de los pueblos. Y estas necesidades no se limitan al consumo. No
basta con dejar caer algunas gotas cuando los pobres agitan esa copa que nunca
derrama por sí sola. Los planes asistenciales que atienden ciertas urgencias
sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras, coyunturales. Nunca podrían
sustituir la verdadera inclusión: esa que da el trabajo digno, libre, creativo,
participativo y solidario.
Y, en este camino, los movimientos populares tienen
un rol esencial, no sólo exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando.
Ustedes son poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas,
productores de alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado
mundial.
He conocido de cerca distintas experiencias donde
los trabajadores unidos en cooperativas y otras formas de organización
comunitaria lograron crear trabajo donde sólo había sobras de la economía
idolátrica. Y vi que algunos están aquí. Las empresas recuperadas, las ferias
francas y las cooperativas de cartoneros son ejemplos de esa economía popular
que surge de la exclusión y, de a poquito, con esfuerzo y paciencia, adopta
formas solidarias que la dignifican. Y, ¡qué distinto es eso a que los
descartados por el mercado formal sean explotados como esclavos!
Los gobiernos que asumen como propia la tarea de
poner la economía al servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento,
mejoramiento, coordinación y expansión de estas formas de economía popular y
producción comunitaria. Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer
infraestructura adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de
este sector alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos
la misión de las “tres T”, se activan los principios de solidaridad y
subsidiariedad que permiten edificar el bien común en una democracia plena y
participativa.
3.2. La segunda tarea es unir nuestros pueblos
en el camino de la paz y la justicia.
Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su
propio destino. Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No
quieren tutelajes ni injerencias donde el más fuerte subordina al más débil.
Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos sociales y tradiciones
religiosas sean respetados. Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a
privar a los países pobres del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo
hacen, vemos nuevas formas de colonialismo que afectan seriamente las
posibilidades de paz y de justicia, porque «la paz se funda no sólo en el
respeto de los derechos del hombre, sino también en los derechos de los pueblos
particularmente el derecho a la independencia» (Pontificio Consejo Justicia y
Paz, Compendio de la
Doctrina Social de la Iglesia, 157).
Los pueblos de Latinoamérica parieron dolorosamente
su independencia política y, desde entonces, llevan casi dos siglos de una
historia dramática y llena de contradicciones intentando conquistar una
independencia plena.
En estos últimos años, después de tantos
desencuentros, muchos países latinoamericanos han visto crecer la fraternidad
entre sus pueblos. Los gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer
respetar su soberanía, la de cada país, la del conjunto regional, que tan
bellamente, como nuestros padres de antaño, llaman la “Patria Grande”. Les pido
a ustedes, hermanos y hermanas de los movimientos populares, que cuiden y
acrecienten esta unidad. Mantener la unidad frente a todo intento de división
es necesario para que la región crezca en paz y justicia.
A pesar de estos avances, todavía subsisten
factores que atentan contra este desarrollo humano equitativo y coartan la
soberanía de los países de la “Patria Grande” y otras latitudes del planeta. El
nuevo colonialismo adopta diversas fachadas. A veces, es el poder anónimo del
ídolo dinero: corporaciones, prestamistas, algunos tratados denominados «de
libre comercio» y la imposición de medidas de «austeridad» que siempre ajustan
el cinturón de los trabajadores y los pobres. Los obispos latinoamericanos lo
denunciamos con total claridad en el documento de Aparecida cuando se afirma
que «las instituciones financieras y las empresas transnacionales se fortalecen
al punto de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los
Estados, que aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de
desarrollo al servicio de sus poblaciones» (V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano [2007], Documento Conclusivo, Aparecida, 66).
En otras ocasiones, bajo el noble ropaje de la lucha contra la corrupción, el
narcotráfico o el terrorismo –graves males de nuestros tiempos que requieren
una acción internacional coordinada–, vemos que se impone a los Estados medidas
que poco tienen que ver con la resolución de esas problemáticas y muchas veces
empeoran las cosas.
Del mismo modo, la concentración monopólica de los
medios de comunicación social, que pretende imponer pautas alienantes de
consumo y cierta uniformidad cultural, es otra de las formas que adopta el
nuevo colonialismo. Es el colonialismo ideológico. Como dijeron los Obispos de
África en el primer Sínodo continental africano, muchas veces se pretende
convertir a los países pobres en «piezas de un mecanismo y de un engranaje
gigantesco» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa [14 septiembre 1995], 52: AAS
88 [1996], 32-33; Id., Enc. Sollicitudo rei
socialis [30 diciembre 1987], 22: AAS
80 [1988], 539).
Hay que reconocer que ninguno de los graves
problemas de la humanidad se puede resolver sin interacción entre los Estados y
los pueblos a nivel internacional. Todo acto de envergadura realizado en una
parte del planeta repercute en todo en términos económicos, ecológicos,
sociales y culturales. Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por
ello, ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si
realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra
interdependencia, es decir, nuestra sana interdependencia. Pero interacción no
es sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en función de los
intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a los países
pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo barato, engendra
violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males que vienen de la
mano… precisamente porque, al poner la periferia en función del centro, les
niega el derecho a un desarrollo integral. Y eso, hermanos, es inequidad y la
inequidad genera violencia, que no habrá recursos policiales, militares o de
inteligencia capaces de detener.
Digamos “NO”, entonces, a las viejas y nuevas
formas de colonialismo. Digamos “SÍ” al encuentro entre pueblos y culturas.
Felices los que trabajan por la paz.
Y aquí quiero detenerme en un tema importante.
Porque alguno podrá decir, con derecho, que, cuando el Papa habla del
colonialismo se olvida de ciertas acciones de la Iglesia. Les digo, con pesar:
se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de
América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el
CELAM, el Consejo Episcopal Latinoamericano, y también quiero decirlo. Al igual
que san Juan Pablo II, pido que la Iglesia –y cito lo que dijo él– «se postre
ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos»
(Juan Pablo II, Bula Incarnationis
mysterium, 11). Y
quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue san Juan Pablo II: pido
humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los
crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de
América. Y junto a este pedido de perdón y para ser justos, también quiero que
recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se opusieron fuertemente a la
lógica de la espada con la fuerza de la cruz. Hubo pecado, hubo pecado y
abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos perdón, y pido perdón, pero
allí también, donde hubo pecado, donde hubo abundante pecado, sobreabundó la
gracia a través de esos hombres que defendieron la justicia de los pueblos
originarios.
Les pido también a todos, creyentes y no creyentes,
que se acuerden de tantos obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y
predican la Buena Noticia de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz
–dije obispos, sacerdotes, y laicos, no me quiero olvidar de las monjitas que
anónimamente patean nuestros barrios pobres llevando un mensaje de paz y de
bien–, que en su paso por esta vida dejaron conmovedoras obras de promoción
humana y de amor, muchas veces junto a los pueblos indígenas o acompañando a
los propios movimientos populares incluso hasta el martirio. La Iglesia, sus
hijos e hijas, son una parte de la identidad de los pueblos en latinoamericana.
Identidad que, tanto aquí como en otros países, algunos poderes se empeñan en
borrar, tal vez porque nuestra fe es revolucionaria, porque nuestra fe desafía
la tiranía del ídolo dinero. Hoy vemos con espanto cómo en Medio Oriente y
otros lugares del mundo se persigue, se tortura, se asesina a muchos hermanos
nuestros por su fe en Jesús. Eso también debemos denunciarlo: dentro de esta
tercera guerra mundial en cuotas que vivimos, hay una especie –fuerzo la
palabra– de genocidio en marcha que debe cesar.
A los hermanos y hermanas del movimiento indígena
latinoamericano, déjenme trasmitirles mi más hondo cariño y felicitarlos por
buscar la conjunción de sus pueblos y culturas, eso –conjunción de pueblos y
culturas–, eso que a mí me gusta llamar poliedro, una forma de convivencia
donde las partes conservan su identidad construyendo juntas una pluralidad que
no atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad
que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el
respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y nos
fortalece a todos.
3.3. Y la tercera tarea, tal vez la más
importante que debemos asumir hoy, es defender la madre tierra.
La casa común de todos nosotros está siendo
saqueada, devastada, vejada impunemente. La cobardía en su defensa es un pecado
grave. Vemos con decepción creciente cómo se suceden una tras otras las cumbres
internacionales sin ningún resultado importante. Existe un claro, definitivo e
impostergable imperativo ético de actuar que no se está cumpliendo. No se puede
permitir que ciertos intereses –que son globales pero no universales– se
impongan, sometan a los Estados y organismos internacionales, y continúen
destruyendo la creación. Los pueblos y sus movimientos están llamados a clamar
a movilizarse, a exigir –pacífica pero tenazmente– la adopción urgente de
medidas apropiadas. Yo les pido, en nombre de Dios, que defiendan a la madre
tierra. Sobre éste tema me he expresado debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’, que creo que les será dada al
finalizar.
4. Para finalizar, quisiera decirles nuevamente: el
futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes,
las grandes potencias y las elites. Está fundamentalmente en manos de los
pueblos, en su capacidad de organizarse y también en sus manos que riegan
con humildad y convicción este proceso de cambio. Los acompaño. Y cada uno,
repitámonos desde el corazón: ninguna familia sin vivienda, ningún campesino
sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía,
ninguna persona sin dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin
posibilidades, ningún anciano sin una venerable vejez. Sigan con su lucha y,
por favor, cuiden mucho a la madre tierra. Créanme –y soy sincero–, de corazón
les digo: rezo por ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre
Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los defienda en
el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie, esa
fuerza es la esperanza. Y una cosa importante: la esperanza no defrauda. Y, por
favor, les pido que recen por mí. Y si alguno de ustedes no puede rezar, con
todo respeto le pido que me piense bien y me mande buena onda. Gracias.