Paradigma del cuidado
Después de haber conquistado toda la Tierra, a costa del fuerte estrés de la
biosfera, es urgente y urgentísimo que cuidemos lo que quedó y que regeneremos
lo vulnerado. Esta vez o cuidamos o vamos al encuentro de lo peor. Por eso,
urge pasar del paradigma de la conquista al paradigma del cuidado.
Si reparamos bien, el cuidado es tan ancestral como
el universo. Si después del Big bang no hubiese habido cuidado por parte de las
fuerzas directivas por las que el universo se auto-crea y se auto-regula, a
saber, la fuerza gravitatoria, la electromagnética, la nuclear fuerte y la
nuclear débil, todo se habría expandido demasiado impidiendo que la materia se
adensase y formase el universo que conocemos. O todo se habría retraído a punto
de colapsarse el universo sobre sí mismo en interminables explosiones.
Pero no fue así. Todo se procesó con un cuidado tan
sutil, en fracciones de milmillonésimas de segundo, que permitió que estemos
aquí para hablar de todas estas cosas. Ese cuidado se potenció cuando surgió la
vida, hace 3.800 millones de años. La bacteria originaria, con cuidado
singularísimo, dialogó químicamente con el medio para garantizar su
supervivencia y evolución. El cuidado se hizo aún más complejo cuando surgieron
los mamíferos, de donde también venimos nosotros, hace 125 millones de años, y
con ellos el cerebro límbico, el órgano del cuidado, del afecto y del
enternecimiento.
Y el cuidado ganó centralidad con la emergencia del
ser humano, hace 7 millones de años. La esencia humana, según una tradición
filosófica que viene del esclavo Higinio, bibliotecario de César Augusto, que
nos legó la famosa fábula 220 del cuidado hasta Martin Heidegger, el filósofo,
reside exactamente en el cuidado.
El cuidado es esa condición previa que permite la
eclosión de la inteligencia y de la amorosidad. Es el orientador anticipado de
todo comportamiento para que sea libre y responsable, en fin, típicamente
humano. El cuidado es un gesto amoroso con la realidad, gesto que protege y
trae serenidad y paz. Sin cuidado nada de lo que está vivo, sobrevive. El
cuidado es la fuerza mayor que se opone a la ley suprema de la entropía, el
desgaste natural de todas las cosas hasta su muerte térmica, pues todo lo que
cuidamos dura mucho más.
Hoy necesitamos rescatar esta actitud, como ética
mínima y universal, si queremos preservar la herencia que recibimos del
universo y de la cultura y garantizar nuestro futuro. El cuidado surge en la
conciencia colectiva siempre en momentos críticos. Florence Nightingale
(1820-1910) es el arquetipo de la enfermera moderna. En 1854 partió de Londres
con 38 colegas con destino a un hospital militar en Turquía, donde se trababa
la guerra de Crimea. Imbuida de la idea de cuidado, en dos meses consiguió
reducir la mortalidad del 42% al 2%. La primera Gran Guerra destruyó las
certezas y produjo profundo desamparo metafísico. Fue cuando Martin Heidegger
escribió su genial Ser y Tiempo (1927), cuyos párrafos centrales (§ 39-44)
están dedicados al cuidado como ontología del ser humano.
En 1972 el Club de Roma lanza la alarma ecológica
sobre el grave estado de salud de la Tierra. En el 2001 termina en la Unesco la
redacción de la Carta de la Tierra, texto de la nueva conciencia ecológica y
ética de la humanidad. Los muchos documentos producidos se centran en el
cuidado (care), como la actitud obligatoria para con la naturaleza. Seres de
cuidado entre nosotros son doña Zilda Arns con los niños y dom Helder Câmara
con los pobres. Son arquetipos que inspiran el cuidado y el salvamento de toda
vida.
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