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sábado, 15 de septiembre de 2012

Vivir humanamente. La comensalidad.



Comensalidad significa comer y beber juntos alrededor de la misma mesa. Esta es esta una de las referencias más ancestrales de la familiaridad humana, pues en ella se hacen y se rehacen continuamente las relaciones que sostienen la familia.

La mesa, antes que a un mueble, remite a una experiencia existencial y a un rito. Es el lugar privilegiado de la familia, de la comunión y de la hermandad. En ella se comparte el alimento y con él se comunica la alegria de encontrarse, el bienestar sin disimulos, la comunión directa que se traduce en los comentarios sin ceremonia de los hechos cotidianos, en las opiniones sin censura de los acontecimientos de la crónica local, nacional e internacional.

Los alimentos son algo más que cosas materiales. Son sacramentos de encuentro y de comunión. El alimento es apreciado y es objeto de comentarios. La mayor alegría de la madre o de quien cocina es notar la satisfacción de los comensales.

Pero debemos reconocer que la mesa es también lugar de tensiones y de conflictos familiares, donde las cosas se discuten abiertamente, se explicitan las diferencias y pueden establecerse acuerdos, donde existen también silencios perturbadores que revelan todo un malestar colectivo.

La cultura contemporánea ha modificado de tal forma la lógica del tiempo cotidiano en función del trabajo y de la productividad que ha debilitado la referencia simbólica de la mesa. Ésta ha quedado reservada para los domingos o para los momentos especiales, de fiesta o de aniversario, cuando los familiares y amigos se encuentran. Pero, por regla general, ha dejado de ser el punto de convergencia permanente de la familia. La mesa familiar ha sido sustituída lamentablemente por fast food, comida rápida que sólo hace posible la nutrición pero no la comensalidad.

La comensalidad es tan central que está ligada a la propia esencia del ser humano en cuanto humano. Hace siete millones de años habría comenzado la separación lenta y progresiva entre los simios superiores y los humanos, a partir de un ancestro común. La especificidad del ser humano surgió de forma misteriosa y de difícil reconstrucción histórica. Sin embargo, etnobiólogos y arqueólogos llaman nuestra atención sobre un hecho singular: cuando nuestros antepasados antropoides salían a recolectar frutos, semillas, caza y peces no comían individualmente lo que conseguían reunir. Tomaban los alimentos y los llevaban al grupo. Y ahí praticaban la comensalidad: distribuían los alimentos entre ellos y los comían grupal y comunitariamente.

Por lo tanto, la comensalidad, que supone la solidaridad y la cooperación de unos con otros, permitió el primer salto de la animalidad en dirección a la humanidad. Fue sólo un primerísimo paso, pero decisivo, porque le cupo inaugurar la característica básica de la especie humana, diferente de otras especies complejas (entre los chimpancés y nosotros hay solamente un 1,6% de diferencia genética): la comensalidad, la solidaridad y la cooperación en el acto de comer. Y esa pequeña diferencia hace toda una diferencia.

Esa comensalidad que ayer nos hizo humanos, continúa hoy haciéndonos de nuevo humanos siempre. Por eso, importa reservar tiempos para la mesa en su sentido pleno de la comensalidad y de la conversación libre y desinteresada. Ella es una de las fuentes permanentes de renovación de la humanidad hoy globalmente anémica. (Leonardo Boff)

sábado, 4 de septiembre de 2010

Paradigma del cuidado



Paradigma del cuidado Después de haber conquistado toda la Tierra, a costa del fuerte estrés de la biosfera, es urgente y urgentísimo que cuidemos lo que quedó y que regeneremos lo vulnerado. Esta vez o cuidamos o vamos al encuentro de lo peor. Por eso, urge pasar del paradigma de la conquista al paradigma del cuidado.
Si reparamos bien, el cuidado es tan ancestral como el universo. Si después del Big bang no hubiese habido cuidado por parte de las fuerzas directivas por las que el universo se auto-crea y se auto-regula, a saber, la fuerza gravitatoria, la electromagnética, la nuclear fuerte y la nuclear débil, todo se habría expandido demasiado impidiendo que la materia se adensase y formase el universo que conocemos. O todo se habría retraído a punto de colapsarse el universo sobre sí mismo en interminables explosiones.
Pero no fue así. Todo se procesó con un cuidado tan sutil, en fracciones de milmillonésimas de segundo, que permitió que estemos aquí para hablar de todas estas cosas. Ese cuidado se potenció cuando surgió la vida, hace 3.800 millones de años. La bacteria originaria, con cuidado singularísimo, dialogó químicamente con el medio para garantizar su supervivencia y evolución. El cuidado se hizo aún más complejo cuando surgieron los mamíferos, de donde también venimos nosotros, hace 125 millones de años, y con ellos el cerebro límbico, el órgano del cuidado, del afecto y del enternecimiento.
Y el cuidado ganó centralidad con la emergencia del ser humano, hace 7 millones de años. La esencia humana, según una tradición filosófica que viene del esclavo Higinio, bibliotecario de César Augusto, que nos legó la famosa fábula 220 del cuidado hasta Martin Heidegger, el filósofo, reside exactamente en el cuidado.
El cuidado es esa condición previa que permite la eclosión de la inteligencia y de la amorosidad. Es el orientador anticipado de todo comportamiento para que sea libre y responsable, en fin, típicamente humano. El cuidado es un gesto amoroso con la realidad, gesto que protege y trae serenidad y paz. Sin cuidado nada de lo que está vivo, sobrevive. El cuidado es la fuerza mayor que se opone a la ley suprema de la entropía, el desgaste natural de todas las cosas hasta su muerte térmica, pues todo lo que cuidamos dura mucho más.
Hoy necesitamos rescatar esta actitud, como ética mínima y universal, si queremos preservar la herencia que recibimos del universo y de la cultura y garantizar nuestro futuro. El cuidado surge en la conciencia colectiva siempre en momentos críticos. Florence Nightingale (1820-1910) es el arquetipo de la enfermera moderna. En 1854 partió de Londres con 38 colegas con destino a un hospital militar en Turquía, donde se trababa la guerra de Crimea. Imbuida de la idea de cuidado, en dos meses consiguió reducir la mortalidad del 42% al 2%. La primera Gran Guerra destruyó las certezas y produjo profundo desamparo metafísico. Fue cuando Martin Heidegger escribió su genial Ser y Tiempo (1927), cuyos párrafos centrales (§ 39-44) están dedicados al cuidado como ontología del ser humano.
En 1972 el Club de Roma lanza la alarma ecológica sobre el grave estado de salud de la Tierra. En el 2001 termina en la Unesco la redacción de la Carta de la Tierra, texto de la nueva conciencia ecológica y ética de la humanidad. Los muchos documentos producidos se centran en el cuidado (care), como la actitud obligatoria para con la naturaleza. Seres de cuidado entre nosotros son doña Zilda Arns con los niños y dom Helder Câmara con los pobres. Son arquetipos que inspiran el cuidado y el salvamento de toda vida.

sábado, 29 de agosto de 2009

El ‘ethos’ que se solidariza




  

  Vivimos tiempos de gran barbarie porque es extremamente escasa la solidaridad entre los humanos. 1.400 millones de personas viven con menos de un dólar al día, dos tercios de los cuales conforman la humanidad futura: niños y jóvenes menores de 15 años, condenados a consumir 200 veces menos energía y materias primas que sus hermanos y hermanas norteamericanos. Pero ¿quién piensa en ellos? Los países opulentos no tienen el mínimo sentido de solidaridad, pues destinan menos del 1% de su riqueza interna bruta a combatir este flagelo. Para enfrentarlo, más que una revolución política se hace urgente una revolución ética, es decir, despertar un sentimiento profundo de hermandad y de familiaridad que haga intolerable tal deshumanización e impida a los voraces dinosaurios del consumismo continuar con su vandalismo individualista. Necesitamos, pues, de un ethos que se solidarice con todos estos caídos del camino.
La solidaridad está inscrita, objetivamente, en el código de todos los seres, pues todos somos interdependientes unos de otros. Coexistimos en el mismo cosmos y en la misma naturaleza con un origen y un destino comunes. Cosmólogos y físicos cuánticos nos aseguran que la ley suprema del universo es la de la solidaridad y la cooperación de todos con todos. La misma ley de la selección natural de Darwin, formulada a partir de los organismos vivos, debe ser pensada al interior de esta ley mayor. Además los seres luchan no sólo para sobrevivir, sino para realizar virtualidades presentes en su ser. A nivel humano, en vez de la selección natural, debemos proponer el cuidado y el amor. Así todos pueden ser incluidos, también los más débiles, y se evita que sean eliminados en nombre de los intereses de grupos que se imponen por la fuerza o de un tipo de cultura que se autoafirma rebajando a las demás.
La solidaridad se encuentra en la raíz del proceso de hominización. Cuando nuestros antepasados homínidos salían a buscar alimento, no lo consumían de manera individual, lo traían al grupo para repartirlo solidariamente. La solidaridad permitió el salto de la animalidad a la humanidad y la creación de la socialidad, que se expresa por el lenguaje. Todos debemos nuestra existencia al gesto solidario de nuestras madres que nos acogieron en la vida y en la familia.
Estos datos objetivos deben ser asumidos subjetivamente, como proyecto de la libertad que opta por la solidaridad como contenido de las relaciones sociales. La solidaridad política será el eje articulador de la geosociedad mundial o no habrá futuro para nadie. Solidaridad a ser construida a partir de abajo, de las víctimas de los procesos sociales. El imperativo suena así: «solidarízate con todos los seres, tus compañeros y compañeras de aventura planetaria, especialmente con los más perjudicados, para que todos puedan ser incluidos en tu cuidado». También es importante alimentar la solidaridad con las generaciones futuras, pues también ellas tienen derecho a una Tierra habitable.
Nuestra misión es cuidar de los seres, ser los guardianes del patrimonio natural y cultural común, haciendo que la biosfera siga siendo un bien de toda vida y no sólo nuestro. Gracias al ethos que se responsabiliza, veneramos cada ser y cada forma de vida.

 

sábado, 8 de agosto de 2009

Críticos, creativos cuidadores



 

Se ha dicho acertadamente que educar no es llenar una vasija vacía sino encender una luz. En otras palabras, educar es enseñar a pensar y no sólo enseñar a tener conocimientos. Éstos nacen del hábito de pensar con profundidad. Hoy en día conocemos mucho pero pensamos poco lo que conocemos. Aprender a pensar es decisivo para situarnos autonómamente en el interior de la sociedad del conocimiento y de la información. En caso contrario, seremos simplemente sus lacayos, condenados a repetir modelos y fórmulas que se superan rápidamente. Para pensar, de verdad, necesitamos ser críticos, creativos y cuidadores.
Somos críticos cuando situamos cada texto o evento en su contexto biográfico, social e histórico. Todo conocimiento implica también intereses, que crean ideologías, que son formas de justificación y a veces de encubrimiento. Ser crítico es quitar la máscara de los intereses escondidos y sacar a la superficie las conexiones ocultas. La buena crítica también es siempre autocrítica. Sólo así se abre espacio para un conocimiento que corresponde mejor a lo real, siempre cambiante. Pensar críticamente es dar buenas razones de aquello que queremos e implica también situar al ser humano y al mundo en el marco general de las cosas y del universo en evolución.
Somos creativos cuando vamos más allá de las fórmulas convencionales e inventamos maneras sorprendentes de expresarnos a nosotros mismos y de pronunciar el mundo; cuando establecemos relaciones nuevas, introducimos diferencias sutiles, identificamos potencialidades de la realidad y proponemos innovaciones y alternativas consistentes. Ser creativo es dar alas a la imaginación, \"la loca de la casa\", que sueña con cosas aún no ensayadas, pero sin olvidar la razón que nos pone los pies en la tierra y nos garantiza el sentido de las mediaciones.
Somos cuidadores cuando prestamos atención a los valores que están en juego, atentos a lo que realmente interesa, y preocupados por el impacto que nuestras ideas y acciones pueden causar en los demás. Somos cuidadores cuando no nos contentamos solamente con clasificar y analizar datos, sino cuando sabemos distinguir a personas, destinos y valores que están detrás de ellos. Por eso, somos cuidadores cuando discernimos lo que es urgente y lo que no lo es, cuando establecemos prioridades y aceptamos los procesos. En otras palabras, ser cuidador es ser ético, persona que pone el bien común por encima del bien particular, que se hace corresponsable de la calidad de vida social y ecológica, y que da valor a la dimensión espiritual, importante para el sentido de la vida y de la muerte.
La tradición ilustrada de educación ha enfatizado mucho la dimensión crítica y la creativa, pero menos la cuidadora. Ésta es urgente hoy. Si no somos colectivamente cuidadores vaciaremos la crítica y la creatividad, y podemos echar todo a perder; o bien viviremos en una sociedad con una justicia mínima y una paz amenazada y unas frágines condiciones de la biosfera, sin las que no hay vida...
Albert Einstein despertó a la dimensión cuidadora de todo saber cuando Krishnamurti le interpeló: ¿En qué medida, Sr. Einstein, su teoría de la relatividad ayuda a disminuir el sufrimiento humano? Einstein, perplejo, guardó discreto silencio. Pero cambió. A partir de ahí se comprometió por la paz y contra las armas nucleares.
En todos los ámbitos de la vida, necesitamos personas críticas, creativas y cuidadoras. Es condición para una ciudadanía plena y para una sociedad que no cesa de renovarse. Tarea de la educación hoy es crear tal tipo de personas.